domingo, 26 de junio de 2011

FUNCIONES DE LA AGRESIÓN


El mono domestico supone, equivocadamente, que el comportamien­to de los ani­males salvajes es violento y extraordinariamente agresi­vo. Sin embargo, cuando el enfrentamiento entre dos animales no humanos termina con la muer­te de uno de ellos es casi seguro que su relación es la del cazador y su presa.

Difícilmente un animal mata a otro por otra razón que no sea la de ali­mentarse a su costa. Incluso en este supuesto, la re­lación entre el depredador y su presa es mucho menos agresiva de lo que el animal humano presume.

A nivel colectivo, los depredadores ja­más exter­mi­nan a los animales que les sirven de alimento, pues ello implicaría, a la larga, su propia mu­erte.

Si observamos a un animal que este a punto de ca­zar a otro, en ningún caso veremos en el depredador signo alguno de hosti­lidad hacia su presa. Su aspecto es el de un animal que se halla ten­so y concentra­do en la preparación del salto que le permitirá cap­turar su presa. De hecho los animales de diferentes especies apenas se to­man en considera­ción, a no ser que se alimenten de la misma pre­sa.

El hombre tiende a considerar el comportamiento agre­sivo, como un comportamiento aberrante; tal interpretación se debe en parte a la gran cantidad de problemas que este tipo de conducta aca­rea a la hu­manidad al trastrocar el orden social establecido. Sin embargo, los estudiosos del comportamiento animal lo analizan bajo otra perspecti­va. Aducen que el comportamien­to de pelea se encuentra am­pliamente extendido entre los vertebrados, lo que naturalmente les lleva a la conclusión de que ello debe ser ventajoso para ellos. De ser inútil o perjudicial tal comportamiento, la propia evolución no hubiese do­tado a las especies animales con as­tas, cuernos, garras y poderosos cani­nos, para que pudie­ran ejercitar su agresividad de ma­nera más efecti­va.

Si pasamos a considerar algunas de las situaciones que desencade­nan el comportamiento agresivo en el mundo animal, veremos que la totalidad de ellas pueden ser aplicadas al conflicto humano.

1- Los animales compiten para la obtención de los re­cur­sos bási­cos, tales como: agua, comida y cobijo.

Cuanto más esca­sos sean es­tos recursos, más dura será la competencia, y por tan­to, aumen­tarán las probabilidades de que se desencadene una pelea en­tre ellos.

Si alimentamos a un grupo de monos rhesus con comida con­te­nida en un ú­nico cesto, veremos que rápidamente entran en con­flicto al dispu­tar­se el alimento. Tal cosa no sucede si se les pre­senta la comida repar­tida en diferentes contenedores. El ser humano falto de agua o co­mida ac­tuará, si es nece­sario, con agresividad e incluso con vio­len­cia para conseguir el bien vital escaso, como cualquier otro animal.

2- Muchos animales compiten para poder aparearse, y estos conflictos se hacen especialmente frecuentes y violentos durante la épo­ca de reproducción.

El ganador será, en teoría, el más fuerte y, por lo tanto, estará mejor dotado para defender a sus crías y será mejor guardián de la comunidad, en el caso de las especies sociales…además de poseer un territorio sensiblemente mayor que el de sus rivales.

El animal humano también rivaliza con sus congéneres del mismo sexo para obtener pareja. En algunos casos la rivali­dad dege­nera en pelea. Los celos son una emoción de frustración del ser humano que se da también en otras especies de mamíferos. En nu­mero­sas cul­tu­ras en las que la poligamia es común, el hombre opta por casarse con her­ma­nas, puesto que de esta manera se logra que el vín­culo de fraterni­dad di­luya la agresi­vidad propia de los celos entre esposas.

3- Los extraños son atacados.

La xenofobia es fácil de ob­servar en monos, tanto en estado salvaje como en cauti­vidad. Cuan­do un mono o grupo de monos son introducidos en una jaula en la que se halla un grupo residente, se desencadena una serie de muestras hosti­les contra los forasteros, hostilidad que se va reite­rando du­rante un cierto tiem­po.

Cuando un mono domestico humano se introduce en el ámbito de un grupo ya for­mado y asentado, es mirado en un principio como un intruso y no es raro que sea recibido con una cierta frialdad e incluso hosti­lidad hasta que es aceptado como integrante del grupo de pleno dere­cho. El animal huma­no, intuitivamente, pone ba­rreras a los extraños, in­trusos, desconocidos o extranjeros, a los que despre­cia con epítetos como: "indios", "godos", "franchutes", "charne­gos", "sudacas", “guiris”...etc. Se siente poco ligado a los extran­jeros, y por ello, poco inhibido para agredirlos.

4- Los animales luchan para proteger sus pro­pias vidas.

La lucha se dirige contra el animal que amenaza, no im­portando en este caso, que éste sea de la misma especie o sea un depredador.

El pri­mate humano, al igual que cualquier otro animal, lucha por defen­der su vida ante los ataques de cualquier enemigo, sea o no de su propia especie.

5- Los animales luchan para proteger la vida de sus reto­ños.

To­man parte en la lucha, no sólo los padres, sino también otros compo­nentes del grupo.

También entre los animales humanos se da un com­porta­mien­to genera­li­zado de ayuda cuando un adulto ataca a un niño. Ei­besfeldt descri­be un caso observado por él mismo en el que un joven ladrón, de unos diez años, corría perseguido por un adulto. Los tran­se­úntes acudie­ron en ayuda del niño, y se enfrentaron al adulto. El caso sería un e­jemplo típico de reacción primaria de protección, al estilo del com­por­tamiento de defensa de crías, que tantas veces se da en otros ver­tebra­dos.

6- Los animales luchan para obtener y defender un te­rri­to­rio.

También en el simio humano la agresión facilita una delimi­tación territorial. La agresión territorial ha propiciado la ex­pan­sión del género humano por el globo terráqueo y el poblamien­to de terrenos de baja producción. En muchas ocasiones el hombre se ha vis­to forzado a emigrar fuera de sus antiguos límites territoria­les al ser empu­jado por un ejército superior.

7- Los animales jerárquicos luchan para establecer un or­den de dominancia que facilitará la relación armónica entre los indi­vi­duos del grupo. La jerarquía asegura que el menos dominante no ata­que­ al superior.

Al ser el líder el mejor dotado físicamente o el poseedor de una mayor experiencia, asegura un mejor lide­razgo del grupo y, con ello, mayores posibi­lidades de supervivencia. Por otra parte, gracias a las jerar­quías, se pueden organizar mejor los grupos socia­les para defenderse en caso de ataque por parte de depre­dadores.

El primate humano, al ser un animal social y jerárquico, se ve o­bli­gado a luchar para poder ganarse una jerarquía superior, y con ella, un me­jor bienestar social, casi siempre ligado a un mayor pres­tigio o po­der. El Servicio Militar está establecido, entre otras cosas, para in­cul­car a los reclu­tas que los hombres no son, en abso­luto, iguales. Los mandos se encar­gan de establecer las diferencias a base de galo­nes, de órdenes y de arrestos. Se repite una y otra vez a los solda­dos que de­ben temer más al superior que al enemigo.

Si analizamos cada una de estas situaciones, veremos que tienen algo en común, y es que en cada ocasión se pone en peligro (ya sea de manera directa o indirecta) la capacidad de reproducción del ani­mal. Para reproducirse debe continuar viviendo; para ello ne­cesi­tará ali­mentarse, defenderse, encontrar pareja, y finalmente de­berá defen­der su inversión espermática u ovular. Si sus esfuerzos se ven coro­nados por el éxito, habrá logrado que sus genes pasen a la sigui­ente gene­raci­ón. Lo cual constituye el fin último que justifica la pre­sencia de cu­alquier animal en la biosfera.

En este punto debemos hacernos la siguiente pregunta. Si la lucha le es necesaria a los animales para conseguir el éxito, ¿Por qué no pe­lean más fre­cuente­mente, y por qué no luchan a muerte?.

A primera vista parece mucho más positivo eliminar al competidor, pues­to que de hacerlo así se evi­tan de una vez y para siempre cualquier tipo de interferencias en lo que res­pecta a la obtención de comida y pareja. Lo cierto es que, contraria­mente a lo que parece ser la solución más fácil, los ani­males en ge­neral, en lugar de luchar a muerte, rituali­zan sus com­bates evitando herir fatalmente a sus con­trincantes. Aun­que ocasio­nalmente puedan pro­ducirse bajas a causa de accidentes, estos consti­tuyen más la excepción que la regla. No es infrecuente ob­servar si­tuaciones en las que uno de los con­tendientes se encuentra en clara inferioridad, agotado y total­mente a la merced del contra­rio, y a pesar de ello no llega jamás el golpe letal que terminaría con la vida del derrotado.

Sucede así porque evidentemente los beneficios de tal comporta­miento son superiores a los que pueda aportar la resolución fa­tal del lance.

Al animal le interesa, ante todo, evitar la pelea por todos los medios, puesto que de entrar en combate puede resultar heri­do (aún ganando la pelea) y, por tanto quedar en inferioridad de con­di­cio­nes para competir de nuevo contra otro contrincante. Ri­tua­li­zando el combate, una pelea puede traducirse en un mero contras­te de fuer­zas, lo que en un momento dado puede disuadir al que lleva la peor parte en la pelea. Las pautas de sumisión del que se consi­dera bati­do, bastan, en la gran mayoría de los casos, para poner pun­to fi­nal a la disputa.

Hay ciertas condiciones, sin embargo, que favorecen la escalada de las disputas. Estas condiciones acostumbran a darse en cau­tividad. Anteriormente hemos mencionado el caso de un grupo de monos a los que se les presentaba la comida dentro de un único reci­pien­te, lo que provocaba luchas de competencia entre ellos. Pues bien, si dichos monos se encontrasen en libertad, cederían su parte a los más fuer­tes, sin insistir demasiado en la disputa, y optarían por la siguien­te alter­nativa, que sería la de seguir buscando una nueva fuente de comida por los alrededores. Sin embargo, al estar encerra­dos en una jaula, no tie­nen otra posibilidad que seguir luchando por la comida, puesto que de no hacerlo así corren el riesgo de quedarse sin comer. Esta situaci­ón conduce a una escalada vio­lenta de la dis­puta.

La misma situación violenta puede darse ante la esca­sez de hembras dis­ponibles. Zuckerman describe una situación de estas carac­terísti­cas que se dio en el zoo de Londres, donde a un "ilumina­do" se le ocurrió la idea de colocar juntos a 94 machos y 6 hembras del papión, Papio hamadryas, para más tarde añadir otras 30 hembras y 5 ma­chos inmadu­ros. El re­sultado de tal decisión fue la muerte de 8 ma­chos y de 30 hem­bras. Los machos de P. hamadryas constituyen harenes en estado salva­je, pero en el zoo se les forzó a una desproporción de hem­bras total­mente innegocia­ble ( 36 hembras para 99 machos!). El resul­tado del expe­ri­mento fue una terrible batalla campal, de cruen­tos resul­tados.

Que estas consideraciones os sirvan para reflexionar, una vez más, sobre vuestra condición animal.