domingo, 24 de julio de 2011

EL CONTROL DE LA AGRESION

Señales inhibidoras de la agresión.

Como hemos discutido anteriormente, en muy contadas ocasiones se producen muer­tes entre los miembros de un mismo grupo de vertebrados superiores como resultado de sus en­frentamientos. Los mecanismos innatos de inhibición de la agresivi­dad actúan en los momentos críti­cos de una pelea para evi­tar las muertes innecesarias. Para ello basta con que el conten­dien­te que lleva la peor parte en la lucha muestre determi­nadas pau­tas con­duc­tuales de sumi­si­ón, las cuales, a su vez, desen­cadenarán la inhi­bi­ción de matar en su rival.

El animal humano no es una excepción. Posee también una serie de pautas de sumisión que normalmente deberían llevar a desenca­denar la inhibición de la agresión en los atacantes. Estas pautas consis­ten en las típi­cas posturas en las que el que pide cle­mencia entrega las armas, se co­loca de rodillas en actitud imploran­te, junta las ma­nos en sig­nifica­ción de ruego o inclina la cabeza, desviando su mi­rada hacia el suelo.

Por lo general, estas posturas de sumisión van acom­pa­ñadas de exclama­ciones y lamentos destinados a desencadenar la pie­dad del a­gre­sor, tales como: lloriqueos, balbu­ceos, tartamudeos y gemidos.

Este comportamiento se da universalmente en to­das las cul­tu­ras, y se basa, al igual que en los demás animales, en la estrate­gia de ren­dir armas al superior, y en intentar qui­tar volumen al cuerpo para aparentar una estatura inferior, a fin de que el agresor deje de ver en el contrincante a un posible enemigo digno de tenerse en cuenta. Para lograr tal efecto, ciertos anima­les se comportan de la misma manera: desvían su mirada, esconden sus armas (re­traen sus garras y dejan caer sus labios sobre la den­tadura amenaza­dora, para ocultar­la) se hacen "más pequeños" a base de esconder la cola entre las pa­tas tra­seras a la vez que bajan las ore­jas y encogen su cuerpo al máximo, llegando en algunas ocasiones ex­tremas de terror a relajar sus es­fínteres, con la consigui­ente emi­sión de heces y ori­na. De to­dos es sabido que el propio ser humano, en ocasiones de pánico, se ve inca­paz de controlar sus esfín­teres.

En el mundo animal, los etólogos han podido verificar con fre­cuencia el hecho de la existencia de rituales apaciguadores de la violencia que consisten en la entrega de alimento al agresor. En el hombre se utiliza también la comida o el obsequio, como barrera con­tra la agresión. El ritual de entrega de regalos se ha­lla gene­ra­lizado en todas las culturas. Este comportamiento no esta úni­ca­men­te ligado a la población adulta, sino que incluso los niños de tierna edad se comportan de esta manera cuando quieren granjearse la amistad de o­tro.

Otra forma de controlar la agresividad consiste en va­lerse de una forma juvenil. Las crías, con su forma peculiar, desen­ca­denan el sentimiento de protección hacia el débil y el sentido ma­terno-pater­nal. Los chimpancés, en momentos de agresividad próximos al des­con­trol, presentan al agresor una cría, lo que significará, en la mayo­ría de los casos, el apaciguamiento total de la situación.

Los seres humanos, al igual que los chimpancés, utili­zan el ele­mento infantil para mitigar comportamientos agresivos. Los anti­guos austra­lianos se acercaban a los temidos colonizadores blan­cos uti­li­zando la estrategia de situar en primera fila de avance a los ni­ños de la tri­bu. Hoy en día, en plena civilización occidental, los po­líti­cos, se valen de los niños para lograr un mayor impacto entre la po­blación, y así vemos con harta frecuencia como al aproxi­marse unas elecciones, los candidatos se vuelven especialmente "cari­ñosos" para con las for­mas ju­veniles, be­sando y levantando en brazos a niños de corta edad.

El propio Mariano Rajoy se hizo tristemente famoso durante las ultimas elecciones por utilizar la figura de una niña para impactar al electorado. La imagen fue tan patética que el efecto fue lo contrario de lo esperado y la llamada "niña de Rajoy" fue utilizada para burlarse del candidato que, a la postre, acabaría por perder las elecciones.

La propia sociedad suele dar la bien­venida a las je­rar­quías supe­riores utilizando a un niño con un ramo de flores como in­troductor.

Algunos desaprensivos utilizan a niños para pedir limos­na, ya que las formas juveniles despiertan ternura y afán de protec­ción. Se llega al punto de alquilar estos niños, por horas, a otros compañe­ros de mendicidad. No es infrecuente la prác­tica de drogar a estos niños con barbitúricos, para conseguir inmo­vilizar­les.

En otras ocasiones se utiliza un cachorro de perro para la mis­ma fun­ción.

Tanto en los chimpancés como en el primate humano el se­xo es otra de las formas utilizadas para inhibir una posible agre­sión. Diversos experimentos vienen a demostrar que la agresividad de los ma­chos de la especie humana puede reducirse de manera ostensi­ble, al en­señár­se­les fotografías de desnudos femeninos en posturas exci­tan­tes. Es­tos mismos sujetos continuaban con su agresividad si en lu­gar de hem­bras de su especie, se les mostraban fotos "neutras", como por ejem­plo: paisajes, plantas, objetos, etc.

Control cultural de la agresión a base de lucha ritualizada

La agresión entre los miembros de la misma especie es ne­cesaria para poder seleccionar al más fuerte. Sin embargo, no debe ser ex­cesiva, puesto que de serlo, las especies po­drían llegar a des­truirse a sí mismas.

Cuando dos animales de la misma especie se enfrentan, e­vitarán, por lo general, hacer uso de las armas que normalmente uti­li­zan con­tra sus depredadores o contra las presas de las que se ali­men­tan.

Evitarán los puntos vulnerables de su adversario conspecífi­co y se limi­tarán a entrelazar su cornamenta a modo de lucha ritual, en­fren­tándose al estilo de un torneo.

El hombre carece de armas naturales al faltarle el e­qui­pa­mento agre­sivo-defensivo de garras, cuernos y potentes caninos.

Con el desarrollo del cerebro, compensó la falta de este instrumental biológico inventando las armas. Por desgracia, las armas mo­der­nas se hallan muy lejos de ser los sustitutos directos de garras y dien­tes, y su poder agresivo las hace muy peligrosas y di­fíciles de con­trolar. Como manifestó en diversas ocasiones el premio Nobel Konrad Lorenz, el hecho de que el ser humano se halle tan deficiente­mente equi­pado con armas naturales hace que carezca de fuertes y e­fectivas inhi­bi­ciones contra la posibilidad de herir a los de su pro­pia espe­cie. Los animales mejor armados son más capaces de ejercer la in­hibición con­tra la agresión intra-específica. Suponiendo que el hombre tu­viese alguna posibilidad de ejercer algún tipo de inhibi­ción contra la agresi­ón a sus semejantes, esta posibilidad desaparecería al exis­tir el nuevo armamento que le permite matar a distancia. A la mayo­ría de los aviadores que han bombardeado poblados con napalm (que­man­do de esta ma­nera a la gente a distancia) muy probablemente les cos­taría algo más quemar a estas mismas personas con una lata de ga­soli­na y una cerilla. El a­gre­sor no siente lo mismo cuando quema a un ser huma­no a centenares de kilóme­tros de dis­tancia que cuando lo hace a pocos centímetros de su propia cara.

En el animal humano se da también la lucha ritualizada, a modo de control cultural de la agresión. En di­chas confrontaciones las ar­mas son u­tili­zadas de acuerdo con cier­tas reglas, con lo que la lu­cha ad­qui­ere la forma de torneo. Los ind­ios Waika adoptan como nor­mativa de com­bate ritua­li­zado, una determi­nada secuen­cia de golpes que se descar­gan de forma alternativa sobre sus cabezas, con la par­ticula­ri­dad de que cada uno de los contendien­tes deberá es­perar su turno para gol­pear y ser golpe­ado. Para ello esperan el gol­pe del contrario con la cabeza in­cli­na­da. Una vez recib­ido sobre su cabeza el formida­ble im­pacto de la porra de madera, su compañero de lucha adoptará la mis­ma posición para ser, a su vez, el receptor de la agresión. Entre ciertas tribus aus­tralianas, los contendientes en las lu­chas rituali­zadas apuntan sus lanzas úni­ca­mente a las pier­nas de los riva­les. Las lanzas utiliza­das para el torneo son de madera, para evitar mayores daños fí­sicos. Este tipo de lucha cultural sólo tendrá éxito si am­bos con­tendientes se atienen a las reglas y si en­tre ellos existe un cierto vínculo que actúe como "mode­rador".

Entre los esquimales, durante el torneo ritualizado, se sus­tituye la agresión física por la agresión verbal. Se agreden a base de cán­ti­cos ridiculi­zantes. Antes de empezar el torneo se co­locan uno frente al otro. Empieza el duelo con el canto de uno de los dos con­trin­cantes, acompañándolo el redoble de un pequeño tam­bor. Lue­go vendrá el turno del contrario, que procederá de manera similar. En ocasiones el can­to puede venir seguido de golpes en la frente del enemigo a la vez que se le sopla en pleno rostro. El ri­val para con la frente el golpe, mostrando total indiferencia hacia el agre­sor, y espe­ra su turno para obrar de igual manera. En el Ti­rol aún hoy se da el ritual de la pluma. Cuando alguien tiene ganas de pelea se colo­ca una pluma (ge­neralmente de urogallo) en el som­brero tirolés, incli­nada hacia ade­lante unos 45o. Acto seguido se di­rige a la taber­na del pueblo veci­no donde encontrará, muy proba­blemen­te, un rival con el que interca­lará coplas agresivas, a modo de torneo. El desafío a torneo por medio de la pluma se conoce en otros muchos lugares de la Europa Central.

Quizás la forma más cono­cida de tor­neo entre los huma­nos se da cuando dos de ellos deci­den medir su fuerza física a base de ejercer una presión lateral en sen­tido contra­rio a la del adversario, utilizando para ello única­mente la fuerza del brazo apo­yado en su codo.

Raras costumbres, las que tenéis los monos domésticos. Los bonobos nos divertimos, gracias a ellas, a costa vuestra.